
Un año. Trescientos sesenta y cinco días sin el rugido de su voz, sin esa manera irrepetible de entender el automovilismo como una prolongación de su carácter. Hoy, el mundo tuerca vuelve a encender los motores del alma para rendirle tributo al más audaz, al más querido, al más temido: Juan María Traverso.
El Flaco. Así, con mayúsculas. Porque no necesitaba otro nombre. Bastaba ese apodo seco, cortante, para abrir puertas, levantar tribunas o estremecer al cronómetro. Traverso fue mucho más que un piloto: fue una actitud, una declaración de principios con olor a goma quemada. Hoy, a un año de su partida, la pregunta no es por qué se fue, sino cómo se hace para seguir sin él.
Nadie ganó tanto ni dejó una estela tan marcada en el pavimento emocional del automovilismo argentino. Siete títulos en el TC2000, seis en el Turismo Carretera, tres en Top Race. Pero sus números, aunque impresionantes, no explican por sí solos el fenómeno Traverso. Lo que lo convirtió en mito fue su capacidad de emocionar, de jugar con el límite como si fuera un viejo amigo al que se le puede tirar una broma.
En cada provincia hay una anécdota del Flaco. En cada taller mecánico, una foto colgada entre bujías y revistas viejas. En cada chico que se sube hoy a un karting, hay algo de su legado. Traverso no solo ganó carreras: convirtió al automovilismo en algo visceral, en una religión sin templos, pero con banderas que flamean al viento de cada autódromo del país.
Su Renault Fuego es más que un auto de carreras: es un símbolo nacional. La Chevy violeta, una postal de otra era. Y su forma de declarar, siempre filosa, nunca indiferente, es todavía material de leyenda entre los periodistas que lo cubrieron. No había grises con Traverso. Lo amabas o lo discutías. Pero nadie lo ignoraba. Y ese es el sello de los que dejan huella.
El mejor homenaje que puede rendirse a Traverso no está en los trofeos ni en los actos protocolares. Está encada padre que le cuenta a su hijo quién fue ese tipo flaco de Ramallo que le ganaba al fuego y al barro. Está en cada piloto que se anima a arriesgar, porque sabe que hay honor en el coraje.
La muerte de Juan María Traverso fue como una bandera a cuadros que cayó demasiado pronto, pero que no marcó el fin de nada. Porque hay vidas que no terminan: se transforman. Y el Flaco, con su estilo indomable y su magnetismo irrepetible, no dejó un vacío, sino una estela.
El legado del Flaco no está en las estadísticas, sino en la piel erizada que deja su recuerdo. En la pasión encendida de una tribuna que, aunque él ya no esté, lo sigue esperando en cada vuelta. Porque algunas leyendas no se despiden: simplemente siguen acelerando en otra dimensión.