El volante está sujetado fuertemente. El pie izquierdo pisa el embrague al tiempo que la mano toma la palanca de cambios y pone primera. Una buena acelerada hace que el auto se ponga en movimiento mientras el motor ruge. En el interior del habitáculo el ruido es ensordecedor por la combinación del sonido del seis cilindros y del chaperío que vibra mientras el vehículo va tomando velocidad. Uno se siente Juan Manuel Fangio, literalmente.
Porque ese vehículo de color verde con el 16 en sus laterales alguna vez fue manejado por el Chueco. Por eso el respeto en cada maniobra, por eso el cuidado de no hacer un movimiento de más que atente contra la integridad de la cupecita Chevrolet que construyó Toto Fangio, el hermano de Juan Manuel, para recrear aquél que el piloto más importante del automovilismo argentino condujo hasta la victoria en el Gran Premio Internacional del Norte de 1940. Se trata de una de las 46 joyas que tiene el Museo Juan Manuel Fangio, que recuerda la memoria del Quíntuple y, al mismo tiempo, la de otras glorias de antaño.
La experiencia de manejar este vehículo fue única e intensa. Comenzó con Juan, uno de los responsables del cuidado de las unidades del Museo, haciendo de chofer en una breve recorrida alrededor de la plaza principal de Balcarce. “Este auto tiene una historia particular… Lo armó Toto Fangio basándose en aquél que había usado Juan Manuel, quien luego lo manejó en la película que él mismo protagonizó”, cuenta en referencia al film “Fangio, una vida a 300 por hora” (1971) dirigida por Hugh Hudson.
Aquella cupecita original, con la que Fangio ganó su primera carrera tras pasar por caminos de la Argentina, Bolivia y Perú, también tiene su anécdota ya que fue el premio de una rifa que se había organizado para juntar el dinero para participar de esa competencia…
El Chevrolet está impecable. Es de un tono verde que rara vez se ve en la actualidad. “Algunos dicen que el original era un poco más claro, pero la verdad es una incógnita. No hay registros fotográficos en color de esa época”, aclaran desde la Fundación Museo del Automovilismo Juan Manuel Fangio.
Pero sigamos con el auto. El capó está sujeto con cuerdas de cuero que van de lado a lado, en el sector izquierdo está el caño de escape, que tiene una protección para no quemarse ya que está ubicado muy cerca de la puerta del acompañante. La tapa del baúl fue reemplazada por una de lona para disminuir el peso. Y por esa misma razón los enormes paragolpes que se usaban en ese entonces fueron sustituidos por pequeñas defensas de metal. Las gomas, finitas… Muy finitas.
A simple vista, es un auto de calle con ciertas modificaciones. Pero todo cambia en el interior. No tiene revestimientos, por lo que se ven las chapas pintadas de color negro. En lugar de asientos traseros hay dos enormes tanques de combustible de aluminio y en el fondo, donde está la zona del baúl, hay a mano dos ruedas de auxilio. A su vez las butacas de la tripulación tienen un respaldo muy pequeño que llega hasta la mitad de la espalda.
Todos estos detalles no hacen otra cosa que aumentar la admiración que uno tiene por los pilotos de aquella época, quienes con condiciones que hoy suenan impensadas se animaban a participar en pruebas que duraban varios días y miles de kilómetros.
Como para que la experiencia de manejar la cupé del Chueco fuese más emotiva, el escenario elegido fue el autódromo local, que jamás volvió a recibir actividad nacional desde el 13 de noviembre de 2011 cuando falleció trágicamente Guido Falaschi.
Juan cedió el volante sin problemas. “Dale, yo te espero acá”, dijo. Sin embargo, el respeto por tremenda máquina hizo que se subiera de acompañante para sacar las papas del fuego en caso de ser necesario (algo que felizmente no ocurrió).
El ritmo de la prueba fue el propio de aquel que quiere disfrutar de una experiencia única. Por unos minutos, uno se sintió Fangio. Aunque claro, el Chueco hubiese ido muchísimo más rápido.