Durante los primeros años del Siglo XX varios empresarios y visionarios argentinos vieron en los automóviles una naciente industria. Mientras algunos se encargaban de importar vehículos desde Europa o Estados Unidos otros pensaban que el país tenía la capacidad para tener su propia producción. Horacio Anasagasti, un ingeniero de ascendencia vasca, estaba entre aquellos que confiaban en la Argentina y sus posibilidades.
Nacido en Buenos Aires en 1879, desde su juventud tuvo contacto con los primeros automóviles que arribaron al país gracias a su acaudalada familia. A los 23 se recibió de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y viajó a Italia para trabajar en la fábrica de automóviles Isotta Fraschini y conocer más acerca de la floreciente industria automotriz.
A su regreso, Anasagasti se dedicó a crear el primer auto argentino. Aunque ya había algunos antecedentes, estos eran unidades únicas y artesanales.
En la Exposición Internacional de Ferrocarriles y Transportes Terrestres, realizada en Buenos Aires en 1910, en el marco de los festejos por el Centenario, la empresa Anasagasti y Cía. exhibió algunos de los componentes para automóviles producidos en su taller, entre ellos, una caja de velocidades de cuatro marchas y retroceso y un motor de cuatro cilindros en línea de diseño y construcción propios a partir de acero importado.
El otro gran aporte de Anasagasti a la industria fue sistematizar la construcción, algo similar a lo que Henry Ford había hecho con su Modelo T en 1908. Entre 1910 y 1915, Anasagasti logró construir 50 ejemplares con un mecanismo similar, dejando de lado la artesanía. La fábrica estaba sobre la entonces Av. Alvear al 1600 (hoy Avenida del Libertador).
El plan del empresario contemplaba producir a partir de componentes importados, especialmente de Italia y de Francia, y paulatinamente reemplazarlos por insumos nacionales.
El Anasagasti montaba un motor francés Ballot de 12 HP que permitía alcanzar una velocidad de 50 km/h, mientras que la carrocería era de construcción local y estaban disponibles en las versiones doble phaeton y landaulet. En ambos casos solo disponían de una puerta lateral delantera. Posteriormente se podían solicitar con simple o doble vidrio.
Anasagasti entendió que el automovilismo era la mejor manera de promocionar su producto. A fines de 1911 corrió él mismo con uno de sus autos y bajo el seudónimo Samurai en la Rosario-Córdoba-Rosario a modo de presentación oficial.
Mientras que poco después, en 1912 y 1913, sus coches Made in Argentina participaron en distintas carreras del Viejo Continente y lo hicieron muy bien como lo demostraron los triunfos en la París-Madrid y el Rally de San Sebastián.
También tuvieron una destacada actuación en el Tour de France, la prueba más exigente de aquel entonces con 5.500 kilómetros de recorrido. Los vehículos finalizaron entre los primeros y sin puntos en contra, superando a marcas europeas y norteamericanas.
Anasagasti también aprovechó su visita a España para obsequiarle uno de sus autos al rey Alfonso XIII. De regreso a la Argentina, los Anasagasti siguieron participando exitosamente en distintas competencias.
Anasagasti también fue un férreo defensor de los derechos laborales. Sus empleados, en su mayoría inmigrantes, cumplían una jornada laboral de ocho horas, algo poco común en aquella época.
Aunque el Anasagasti tenía un precio de 6.000 pesos, Horacio Anasagasti no quería que nadie se quedara sin su auto y armó un plan de cuotas de 200 pesos por mes. Para algunos esta financiación y el estallido de la Primera Guerra Mundial truncaron sus sueños.
Hoy en día, solo quedan dos unidades de los cincuenta Anasagasti construidos. Uno fue donado por el propio Anasagasti a la Fuerza Aérea de El Palomar; mientras que el otro se encuentra en el Club de Automóviles Clásicos de San Isidro.
Horacio Anasagasti murió de un paro cardíaco en 1932 en San Carlos de Bariloche, pero su legado como pionero de la industria automotriz en Argentina permanece vivo a través de esos dos autos.