Todos, de alguna u otra manera, conocen a Pappo, ese hombre suburbano que con su guitarra ayudó a sentar las bases del rock nacional. Pero detrás de ese brillante guitarrista había otra persona que solo unos pocos tuvieron la posibilidad de conocer de cerca. Era ese que amaba la velocidad, ese que disfrutaba de ponerse detrás del volante de un auto o del manillar de una moto, el que se pasaba horas en su taller reparando o modificando sus máquinas, el que cada vez que podía se calzaba un buzo y un casco para sentir esa adrenalina única que solo disfrutan aquellos que llevan al límite a un coche de carreras.
Norberto Napolitano se consideraba un “músico fierrero”, una raza de rockeros amantes de la velocidad que despunta el vicio de diferentes maneras. Los más adinerados tienen fabulosas colecciones que incluyen clásicos y modernos súper deportivos, como Brian Johnson de AC/DC, Eric Clapton o Jay Kay de Jamiroquai, otros son amantes de la customización como Billy Gibbons de ZZ Top o James Hetfield de Metallica y unos pocos son los que disfrutan del auto en una pista a toda velocidad. En ese selecto grupo, que incluye a George Harrison de The Beatles y Nick Mason de Pink Floyd, estaba el Carpo.
En la casa de los Napolitano en el barrio porteño de La Paternal, sobre la calle Artigas al 1900, convivían las dos pasiones de Pappo. Allí sus guitarras se mezclaban con piezas de autos de carrera, desde relojes, hasta alternadores, bielas. Pero donde esa relación tomaba otra dimensión era a unas cuadras, en Remedios de Escalada al 2300.
Donde antiguamente funcionaba la primera fábrica de calderas de Sudamérica, Napolitano Hermanos, el músico se puso un taller. Allí le metía sus manos -siempre con mucho cuidado para no lastimarse sus virtuosos dedos- a cuanto fierro se le cruzaba en el camino. En el mismo lugar se encontraba su sala de ensayos. Eso permitía algo único: la fusión del rugir de los motores con alguno de sus legendarios riffs. “El punto de contacto que encuentro entre la música y el automovilismo es que uno es espiritual y el otro físico… Con mis guitarras expreso mi arte, en el caso de los fierros sentís mucha adrenalina y unas ganas de que pase de vuelta porque se va muy rápido y hay que saber llevar al auto”, solía decir.
Las participaciones de Pappo en el automovilismo argentino siempre fueron tomadas como algo risueño, como una locura más de ese hombre de voz profunda y mirada penetrante. Sus aventuras en las pistas se destacaban en algún pequeño recuadro en alguna nota de las revistas de música o era la respuesta que él mismo daba a una pregunta hecha muy al pasar en medio de una entrevista.
Que se entienda: el que se subía al auto a correr no era Pappo, era Norberto. Por eso esa verborragia y esa locura que a veces resultaba intimidante quedaba a un lado para dejarle lugar a un piloto consciente de sus posibilidades y habilidades, algo que le permitió ganarse el respeto de sus eventuales rivales. Eso sí, cuando la carrera se terminaba con o sin bandera de cuadros, afloraba nuevamente Pappo con su original impronta. “No finjo ser una persona sino que me convierto, son distintos estados de ánimo”, dijo alguna vez.
Pappo, el piloto, jamás descolló como lo hacía el músico, pero no por no tener talento, sino por la falta de tiempo ya que le costaba mucho compaginar sus compromisos musicales con las competencias. Y todos saben que la práctica hace al maestro…
Corría cuando podía y cuando conseguía el dinero necesario para solventar los gastos de algo que él llamaba “un hobby muy caro” que trataba de evitar para no distraerse de la música. Palabras que, sin dudas, ratificaban que el automovilismo solo estaba un escalón por detrás de su gran pasión.
El vicio de la velocidad, por llamarlo de alguna manera, lo despuntó cuando ya era un consagrado, pese a que desde muy pequeño había mostrado su interés por los fierros. “Durante mucho tiempo opté por hacerle caso a mi mamá. ‘No querés que corra, no corro’. Pero cuando fui grande, me compré un karting y después un auto de carreras”, contó una vez para explicar su decisión de calzarse el buzo y el casco a los 40 y pico.
Su debut fue en Arrecifes, ciudad bonaerense conocida como La Cuna de Campeones porque de allí surgieron varios pilotos exitosos como José Froilán González, quien le dio el primer triunfo a Ferrari en la Fórmula 1; Rubén Luis Di Palma (y sus hijos y nietos), Norberto Fontana y Agustín Canapino, por citar algunos. Ese estreno hasta incluyó una zambullida al río que estaba a metros de la pista… Pero no todas fueron malas experiencias en su efímera campaña deportiva que incluyó participaciones esporádicas en diferentes categorías ya que una vez se dio el gusto de subir al podio. Fue el 19 de marzo de 2000 cuando fue tercero en una carrera del GTA en La Pampa que ganó un arrecifeño, Gastón Aguirre…
Como los fierros le hacían sentir cosas especiales jamás llamó la atención sus constantes referencias a los autos y a la velocidad en sus canciones. Susy Cadillac, Pequeño auto rojo o Sube a mi voiture son un claro ejemplo. También se dio el gusto de cantarle a la carretera más famosa del mundo: la Ruta 66, que cruza Estados Unidos “desde Chicago hasta L.A.”.
“Si yo fuera almacenero mis canciones hablarían de salames, de mortadela, de quesos. Pero no, como me gusta el automovilismo, mis canciones hablan de autos, fierros, guitarras y, por supuesto, mujeres bonitas”, afirmó Pappo en una entrevista que anda dando vueltas por YouTube. Por suerte no fue almacenero y nos dejó como legado su música y también su pasión por los fierros.
Tristemente, el 25 de febrero de 2005 marcó el fin de una era para la música argentina. A sus 55 años, Norberto Napolitano dejó este mundo tras un accidente que sufrió con su moto Harley-Davidson en las cercanías de Luján.
El hombre que fusionó la velocidad de las pistas con los acordes de sus guitarras, dejó un legado imborrable en la escena del rock nacional. Pappo, el piloto apasionado y el músico virtuoso, encontró su destino en el cruce entre la música y el automovilismo, dejando una huella única que muchos no pudieron comprender completamente.
Su legado perdura, pero la tristeza por su ausencia se siente en cada riff, en cada acorde y en cada rincón de la escena musical que él ayudó a construir.