
Si alguna vez hubo un auténtico rockstar en la Fórmula 1, ese fue Eddie Jordan. No porque tuviera la velocidad de Ayrton Senna o la precisión de Michael Schumacher, sino porque entendió el automovilismo como un espectáculo total. Lo suyo no era solo dirigir un equipo, era vender un sueño, un show a lo grande con él como maestro de ceremonias. Y vaya si lo consiguió.
Jordan, quien falleció este viernes 20 a los 76 años tras una lucha contra el cáncer, fue el hombre que llevó la irreverencia al paddock, el tipo que ponía modelos glamorosas al lado de sus monoplazas para captar la atención de los tabloides y el cerebro detrás del equipo que le dio su primera oportunidad a un joven y hambriento Schumacher en 1991. Pero más allá del ruido y los colores llamativos, detrás de su eterna sonrisa y su labia irlandesa, había un estratega de primer nivel, un superviviente nato en el despiadado mundo de la F.1.
UN VENDEDOR NATO EN EL CIRCO DE LOS TIBURONES

El paddock de la Fórmula 1 de los ’90 era un auténtico “Piranha Club”, donde la regla era simple: o comes o te comen. Y Eddie, con su habilidad para negociar y su olfato para los negocios, se convirtió en un jugador clave. Para él, los autos de su equipo no eran solo máquinas de carreras, eran “vallas publicitarias de alta velocidad” que vendía a patrocinadores con el carisma de un apostador de Las Vegas.
Su mayor golpe mediático fue aquel Gran Premio de Bélgica de 1991, cuando un tal Michael Schumacher debutó con Jordan tras la inesperada detención de Bertrand Gachot. El alemán destrozó los cronómetros en clasificación y, en un abrir y cerrar de ojos, Benetton se lo arrebató.
ESTILO, EXCENTRICIDADES Y UNA ÉTICA DE SUPERVIVIENTE
Jordan no era el típico jefe de equipo. Mientras otros vestían trajes oscuros y corbatas sobrias, él optaba por camisas coloridas y chaquetas imposibles. Mientras otros mantenían un perfil discreto, él se aseguraba de que su equipo, sus pilotos y él mismo fueran siempre noticia, ¡hasta tocaba la batería en su propia banda! Su actitud despreocupada, su lengua afilada y su habilidad para generar titulares lo convirtieron en uno de los personajes más queridos (y temidos) del paddock.

Pero debajo de esa fachada de bon vivant, había un luchador incansable. Su historia está llena de pequeños negocios con los que financió sus sueños: desde vender libros en la escuela hasta comerciar con paquetes de salmón ahumado que estaban a punto de caducar. Sabía moverse en cualquier entorno y, cuando llegó a la Fórmula 1, aplicó ese mismo instinto para mantener a flote su equipo en medio de un océano de tiburones.
EL LEGADO DE UN IRREVERENTE
Jordan vendió su equipo en 2005, embolsándose una buena cantidad de dinero después de años de lucha. Hoy, la escudería que fundó sigue existiendo bajo el nombre de Aston Martin, pero sin la magia ni el desenfreno que él le imprimió. La F.1 moderna es un negocio más corporativo, menos salvaje, y personajes como Eddie Jordan se extrañan cada vez más.
Bernie Ecclestone lo resumió mejor que nadie: “No hay nadie en la Fórmula 1 de hoy que sea como Eddie. Era alguien que decía lo que quería, hacía lo que quería y no le preocupaba demasiado lo que la gente pensara”. Y, quizás, eso sea lo que más se va a extrañar de él. Porque en un mundo donde las ruedas giran cada vez más al ritmo de los comunicados de prensa y las declaraciones insípidas, Eddie Jordan fue un último vestigio de la F.1 que se vivía con pasión, con instinto y con un toque de locura.